
Ensayista, novelista, editor y catedrático en la UNAM, Hernán Lara Zavala fue considerado un maestro de la prosa narrativa mexicana. Anglófilo de cepa fue profesor de literatura romántica, victoriana y norteamericana.
Fue director de Literatura UNAM y titular de Libros UNAM, entidades desde las que impulsó a una nueva generación de escritores que reconfiguraron el panorama literario mexicano.
Este miércoles se le despedirá en la Sociedad de Autores y Compositores de México, en Real Mayorazgo 129, Xoco.
Por Arturo Mendoza Mociño
Península, Península (Alfaguara, 2008) de Hernán Lara Zavala rescata y perfila a los líderes indígenas que iniciaron la revuelta y muestra todas sus crueldades, tan abominables como la ambición de los dos bandos criollos que desataron el conflicto que fue la cruenta Guerra de Castas del lejano año de 1847.
Ante los lectores luce el genio militar de Manuel Antonio Ay, Cecilio Chi y Jacinto Pat, desconocidos para la mayoría de los mexicanos, pero héroes venerados en no pocos corazones de la Península de Yucatán porque aquella guerra marcó a sangre y fuego a generaciones enteras. Fueran del bando victorioso o del derrotado.
Cruel, como todas las guerras, este conflicto, en palabras del novelista, fue en realidad una guerra civil porque tan mexicanos eran los descendientes de los españoles como mexicanos eran los mayas que se batían contra ellos. Aunque también se le puede considerar una “guerra maya” porque se trató de un levantamiento indígena porque, tanto los españoles, primero, como luego los mexicanos, siempre los trataron muy mal al tenerlos como mano de obra esclavizada en las diferentes haciendas de la zona y que avivaron todas las auroras de sangre que provocó un conflicto que determinó la historia de la región.
Hacia 1847 la Península de Yucatán tiene 600 mil habitantes de los que 480 mil eran indios mayas que se sublevan tras la ejecución del cacique Manuel Antonio Ay por una carta dirigida a él por un tal Cecilio Chi en la que intentaban ponerse de acuerdo para atacar alguna población blanca cercana a Valladolid.
Antes de ser ejecutado, el líder maya le dice a su hijo: “Me van a matar no por lo que hice sino por lo que podemos hacer (…) Haz la guerra y cumplirás con nuestro destino”.
Una de las grandes aportaciones de la novela de Lara Zavala es que muestra a los jefes de la rebelión, Cecilio Chi y Jacinto Pat, en toda su profunda humanidad.
Con sus debilidades y virtudes que se exhiben en diálogos precisos y con un lenguaje neutro que, si bien no es maya, procura mantener el espíritu de esa lengua que discute, al tú por tú, con la raza odiada: los blancos que los han esclavizado.
Delgado, con la típica cabeza maya, ancha de atrás, indómita, pómulos salientes, nariz aquilina y labios gruesos, Cecilio Chi, es descrito por el novelista, como un indígena puro y como un campesino que aprendió el arte de las guerrillas y emboscadas luchando en apoyo de los blancos y así fue llamado a participar como militar en 1840 contra las tropas de Santa-Anna, durante la primera separación de Yucatán. Como tantos habitantes de la Península, durante esas revoluciones encontró su destino como militar. Sin las disputas entre el centro y Yucatán su vida hubiera transcurrido como la de un peón cualquiera.
Distinta era la vida de su aliado Jacinto Pat, rico y poderoso hacendado de Culumpich, donde siembra maíz, calabaza, marañón, cría ganado y tiene apiarios. Es un hombre destacado, en palabras de Lara Zavala, por su habilidad para la agricultura y el comercio, mantiene buenas relaciones con la gente de Tekax, Valladolid, Mérida y Campeche. Como otros caciques, ejerce su autoridad con base no en la ley escrita sino en su ascendencia moral y capacidad de mando, según la costumbre y tradición maya. “Era moreno de ojos claros, fuerte, delgado, alto para ser maya. Tenía el pelo ligeramente ondulado. Esto ha llevado a especular sobre su origen mulato, aunque también hay quien dice que era mestizo. Pero todo parece indicar que era de padre y madre mayas y que su cabello rizado se debía a algún antepasado hispano, tal vez andaluz, tal vez cubano. En ese momento Pat tendría cerca de cincuenta años, en su cabello se distinguían algunas canas. Tenía el rostro hierático de tantos mayas y raramente sonreía. Era un hombre adusto y formal, estricto de carácter fuerte, ordenado, cumplido y muy riguroso en lo que emprendía. Los indios le temían, pero también lo respetaban. Sabían que podían confiar en él si cumplían con su deber. Pat vestía pantalón largo de manta blanca, como los dzules de la ciudad, camisa de manga larga y huaraches. Daba órdenes con la firmeza de quien acostumbra ejercer autoridad.
Varios pasajes de Península, Península recrean, con crudeza, lo que pasó en aquella guerra y cómo se vivió la inminente derrota de los blancos. En junio de 1848 los alzados llegaron a estar a treinta kilómetros de Mérida y a dieciocho de Campeche. La salvación de los sitiados provino del cielo, cuando empezó a llover. “La guerra terminó”, explica Lara Zavala, “porque cuesta dinero mantener cualquier hueste y los mayas ya no tenían dinero porque habían saqueado por donde habían pasado, pero de pronto se acabó todo y luego, con las lluvias, los rebeldes, que eran campesinos, recordaron el tiempo de la cosecha y que tenían esposas e hijos. Como dice uno de los personajes, el obispo Celestino Onésimo Arrigunaga, los milagros no existen pero a veces ocurren”. Mérida se salvó por las lluvias aunque el conflicto prosiguió varias décadas más hasta que Porfirio Díaz, en 1901, pacificó toda la región y confinó a los guerreros mayas en lo que es Chan Santa Cruz, hoy Felipe Carrillo Puerto, donde aún pueden verse los vestigios de aquel conflicto y la adoración de la cruz parlante que los guio en varios combates y que los consuela hoy en día de aquella derrota. También Bacalar, donde se refugiaron varias familias criollas, mantiene huellas de aquellos años de sangre.
Hernán Lara Zavala dio a conocer esta novela hace 17 años y hoy vuelve a ser noticia por su fallecimiento acaecido el pasado sábado 15 de marzo. Era 1994, quizás 1995, y en mis manos habían caído los primeros ejemplares de una colección literaria de ensueño: Rayuela Internacional, coordinada por Lara Zavala en la gestión de Gonzalo Celorio en Difusión Cultural de la UNAM. Con ella, también, iba el oro de la amistad que brindaron, por igual y en demasía, Javier Narvaez, Barry, Armando y Cutberto Domínguez porque, sin todos esos unameños, no habría podido entrevistar al colombiano Fernando Cruz Kronfly, el venezolano Ednodio Quintero, el chileno Poli Délano, el argentino Ricardo Piglia, la puertorriqueña Ana Lydia Vega, y mucho menos me habría deleitado con lo mejor de la creación literaria de aquella época en que era un reporterillo de Indias del recién nacido diario Reforma.
Este miércoles 19 de marzo, a las 18 horas, a Don Hernán Lara Zavala, generoso en todo momento, se le celebrará su vida en la Sociedad de Autores y Compositores de México, en Real Mayorazgo 129, Xoco, Alcaldía Benito Juárez, para después atestiguar cómo parte hacia su querida Península, esa que tanto amó y de la que tanto escribió en otras obras como son el libro de cuentos, De Zitilchén, donde recrea en un pueblo ficticio, a la manera de Comala, Macondo y Santa María, el poblado donde creció su padre. O bien Charras esa novela terrible porque recupera el crimen político de su primo Efraín Calderón Lara en los turbulentos años de la guerra sucia de los años setenta del siglo pasado. O bien se le podrá leer de cuerpo completo en Viaje al corazón de la península en el que realiza el primer mapeo literario que lo llevará, tras una década de investigaciones y borradores y enmiendas, a la escritura de Península, Península que fue galardonada con el Premio Iberoamericano Elena Poniatowska en 2009 y con el Premio Real Academia Española en 2010.



