
Por la Redacción
Ciudad de México, 9 de julio de 2025.– El concierto de Camel Perea en El Tejedor fue un acto de excepción, una rara avis en extinción: la confirmación de que aún existe la canción como bitácora de país, como archivo emocional que no se entrega al kitsch del mercado. No es cantante: es contante. Y no cualquiera. Camel Perea ha logrado aquello que ni los más experimentados talleres de composición consiguen: ser él mismo.
La noche fue más que un concierto; fue una ceremonia civil del alma. Perea no interpreta para impresionar: interpreta para compartir. Su voz —casi conversacional, a veces como quien te lee en voz baja un diario prohibido— fue llevando al público por territorios de ternura agrietada, humor filoso y memoria mestiza. Y aunque el Foro del Tejedor lucía a reventar (no cabía un suspiro más), se notó la ausencia de su inseparable cómplice, el compositor y productor Hugo Morales Zendejas, con quien ha coescrito buena parte de su obra. Sin él, algo vibraba distinto, como cuando falta el primer verso de un poema que uno sabe de memoria.
Una misa laica para los desheredados del mercado
La noche se desplegó como un mapa sonoro de lo que somos y de lo que ya no sabemos nombrar. Canciones como Al otro lado del salón, Cristal o Noche de pulque sonaron como retratos hablados de una generación que aprendió a amar en tiempos de saldo. Llavero de pingüino y Amix exhibieron esa mezcla entre sorna y ternura que sólo Camel administra con precisión quirúrgica.


En Chorbiñas, introducida por décimas de Elena Sortres leídas por el propio Camel —como si las palabras fueran pan—, comenzó a flotar un aire de rito laico, y temas como Nuestro tiempo, Mañana, Nubes, Alida o Ciclo cósmico nos envolvieron en una atmósfera que era medio sueño, medio asamblea emocional.
Las colaboraciones también fueron parte del festín. El español Fermento con sus canciones El último ciudadano de la URSS con la convicción de un exiliado metafísico, cantó también su Rumba del Carlangas, y más tarde el valenciano Miquel Talavera, reciente ganador del Certamen del Buen Amor, ofreció su tema triunfador como quien ofrece un brindis sagrado. Y entre canción y canción, el gran escritor Andrés Márquez cruzó el escenario con frases filosas, pequeños relámpagos lanzados al pecho, que conmovieron a la audiencia.
Un ejército musical y la insurgencia del estilo
Camel no va acompañado: va escoltado. Su ensamble de nueve músicos es más una cofradía sonora que una banda de acompañamiento. Bajo la dirección precisa de Rodolfo Baca en los teclados, el concierto tuvo la limpieza de lo cuidado y la potencia de lo vivo. Manolo Rodríguez Elorduy en la batería marcó el ritmo como quien redacta un manifiesto. En los vientos, Alberto Delgado parecía traer en los saxofones el rumor de otros continentes.
Cris Cat, en la guitarra y coros, fue el aliento punk del conjunto. Sof de León, al bajo, aportó tierra y profundidad. Andrea Dubois, con una voz que corta como luz blanca, sostuvo algunos de los momentos más íntimos. Alonso Coriambo, desde las percusiones y la programación, tejió un pulso tribal y urbano a la vez. Mariana Sánchez, al cajón y los coros, fue precisión y ternura. Y Ulises Santiago, en los sintetizadores, dibujó atmósferas que olían a sci-fi chicano y nostalgia digital.
Sí, hubo batallas técnicas con el monitoreo, pero no importaron. El público fue más que paciente: fue cómplice. Porque lo que ocurrió no fue un show: fue un acto comunitario, un rito sonoro, una epifanía menor.
Camel no encaja. Camel funda
A El Tejedor llegaron intelectuales de izquierda y de derecha —sí, todavía hay quien distingue—, periodistas, cineastas, músicos subterráneos y visibles, escritoras que saborean el neologismo, y hasta psicoanalistas lacanianos que intentaban entender la topología de la emoción. Se dieron cita TV Azteca, Radio UNAM, Canal 22, Capital 21, y varios reporteros culturales, todos testigos de un fenómeno que se salió de la categoría “espectáculo” para instalarse como suceso cultural.
El contante
Camel no busca el molde, lo rompe. Y no lo hace desde la estridencia, sino desde la sinceridad. Su estilo no es una pose, es una postura. No canta como otros porque no quiere gustar como los otros. Canta como quien recuerda. Como quien sabe que hay canciones que nos reconstruyen los pedazos.
Y por eso, al final de la noche, mientras se apagaban los focos y el calor del aplauso quedaba flotando en las paredes, algo quedaba también en nosotros: una certeza extraña, melancólica y jubilosa.
Quedaba Camel.
Quedaba México.
Y quedábamos nosotros, menos solos.






